Granada en Sorolla
LAS ciudades irradian su propia finitud, esa concreción de los sentidos convertidos en aura, en una latitud sentimental y urbana que se puede asumir. Cada uno nace en un sitio fortuito, pero luego elige sus lugares, esa voluntad de los destinos con conciencia concreta de un retorno, cuando el mero tránsito casual se vuelve insuficiente, y también el recuerdo, porque nada más irnos generamos una necesidad de regresar. A la ciudad de uno, se vuelve casi por inercia o por obligación; pero a los lugares de uno, los que han sido escogidos con una proyección de identidad, aunque finalmente no se puedan tocar en mucho tiempo, se vuelve cada día, ya minuto a minuto de una intimidad que se va construyendo con la vida, que es más un recuerdo vivo del retorno posible.
Sorolla contempló Granada, por primera vez, en 1902. Luego, regresó a la ciudad al menos en tres ocasiones más, para pintar casi medio centenar de cuadros protagonizados por todas esas calles recoletas, su angostura creciente y el misterio continuo de las cosas corrientes. Además, claro, la Alhambra, las cumbres de cristal de Sierra Nevada y también el aroma del regreso soñado. Se podría concebir una exposición sobre el efecto de Granada en Sorolla, esa asimilación de nuestro pintor más mediterráneo de la evocación que da el detalle, en contraposición con la fastuosidad plástica del mar, convertido en materia al recubrir los cuerpos. Se podría montar una exposición, y se ha montado: así, hasta el 22 de febrero, en el Museo Sorolla, de Madrid, permanecerá Granada en Sorolla, que contiene varios de estos lienzos, o la transformación en la mirada de un pintor jubiloso hacia otra mentalidad, incluso otra poética, más cercana al matiz de cierta pesadumbre y laxitud, detrás del vaho dormido de un misterio cansado de relatarse a sí mismo, y a la melancolía por lo que pudo ser.
Ha dicho Eduardo Quesada Dorador, comisario de la exposición, que "Muestra al pintor como un artista más completo, menos unívoco y con una paleta más compleja. Se supera la visión de pintor de la alegría para pasar al pintor de la melancolía, un concepto romántico ejemplificado en Santiago Rusiñol y sus jardines solitarios", que es una manera contextual de definir su tránsito hacia regiones más reveladoras de su verdad interior, quizá aplazada antes. Salones de la Alhambra, destellos del Generalife y la luz cenital durmiendo el Albaicín: todo esto es Granada vista por Sorolla, pero también Sorolla transmutado en sí mismo, más allá de la fiesta soleada en la arena de la Malvarrosa, con su amigo Vicente Blasco Ibáñez, convertido en su versión más honda.
Cada uno se viste con sus propios ropajes, heredados quizá, pero también buscados, inconcientemente, por instinto vital. Sorolla se encontró con Sorolla en Granada, como pulso y espejo minucioso de su serenidad.
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