Ahora o nunca
Frecuentemente, y desde que el presidente Mas convocó el 9 de noviembre, el presidente Rajoy se negó a responder a la pregunta: «Qué hará usted si el presidente Mas decide sacar las urnas a la calle.» Yo, como otros cientos, también se lo pregunté un mediodía en La Moncloa. Su respuesta parecía sincera y cerraba casi por completo la posibilidad de la repregunta. Su respuesta era: «No me cabe en la cabeza que el presidente Mas no cumpla la ley».
Pues ya le cabe.
Durante este aciago domingo español el presidente Rajoy ha debido de sufrir una terminante ampliación de cabeza. Su homólogo catalán no sólo ha incumplido la sentencia y la instrucción del Tribunal Constitucional sino que no ha disimulado el alarde. Que la Fiscalía venga a por mí: ése ha sido su tajante mensaje a la ley.
Ningún demócrata debe prestar la más mínima atención a los resultados de la mascarada organizada por la Generalidad de Cataluña y su juego sucio con la democracia. Ningún extremo del 9 de noviembre cumple con las garantías mínimas que la decisión democrática exige. A este inane voto presuntamente independentista todo sigue saliéndole gratis y la mascarada sólo acentúa la espiral de irresponsabilidad y frivolidad en que han caído buena parte de los ciudadanos de Cataluña. Alentados, por cierto, y es descorazonador decirlo desde el oficio, por un periodismo que, prestándole los modos, el léxico y la cobertura de una verdadera operación democrática, se ha erigido en la más potente herramienta legitimadora del simulacro.
La gravedad de este domingo no reside, así, en el desafío independentista sino en el desafío a la ley. En realidad, la independencia sigue sin ser el verdadero objetivo de los nacionalistas. Incluso los más acérrimos militantes de la cruzada saben que la independencia sería un negocio ruinoso, al menos para una generación de catalanes. Detrás de la fantasmal invocación del derecho a decidir no ha habido nunca más que el derecho a mandar. Y desde este punto de vista, el 9 de noviembre ha supuesto un éxito incontestable para el presidente Mas.
La verificada humillación al Estado complacerá, sin duda, al nacionalismo, pero traerá innobles consecuencias a la democracia española. Entre ellas una nueva cota de desafección de una ciudadanía ya muy castigada por la pérdida de confianza entre los ciudadanos y sus representantes. En este sentido, el 9 de noviembre supone una forma de corrupción moral y política del sistema extremadamente dañina. No hay justificación razonable a la posibilidad de que un alto cargo institucional incumpla la ley y pueda seguir ejerciendo su función. Y lo más feo del asunto es que ya no afecta sólo al presidente Mas. Es decir, no sólo afecta al que incumple la Constitución, sino también al que no la hace cumplir, pese a la instrucción de su primordial y solemne juramento.
Las noticias son también malas para la política partidista. La única estrategia visible del presidente Rajoy era la ley y su fracaso es constatable y de largo alcance: entre la desafección generada estará la de muchos votantes y militantes del Partido Popular. Tampoco los partidarios de alguna presunta tercera vía pueden sentirse reconfortados. Es improbable que algún pacto duradero y profundo pueda alcanzarse a partir del quebranto de la ley y de su exhibición jactanciosa. Aunque bien es verdad que en algún sentido puede haber habido un acercamiento: ya parecen ser dos naciones sin Estado las que de tú a tú negocian.
El éxito político del 9-N está en su tratamiento informativo por los medios de Madrid como si hubiese sido un referéndum real. Singularmente perniciosa ha sido la aceptación de las cifras de participación y recuento. En ellas está la esencia de la mascarada. En Manlleu, una mujer sumaba los datos que le daban de viva voz los vocales y luego remitía un sms. Trabajando así es imposible que no se cometieran errores -todos a favor de los organizadores-, cuando no directamente mentiras. Salían gratis: nadie controlaba la veracidad de lo que se enviaba, ni hay posibilidad de revisarla. Tampoco se sabe cómo procesaba el Govern toda esa información que, al parecer, recibía.
Una actuación como la descrita es indefendible desde argumentos de normalidad democrática. Resulta inconcebible que un presidente autonómico promueva una vulneración de derechos de este calibre como instrumento de presión. Sólo sus particulares intereses explican que se haya atrevido a llegar hasta aquí antes que convocar elecciones, que es un método perfectamente legal de medir el mandato secesionista.
No se alcanza que el Gobierno del Estado haya dejado inermes a los ciudadanos ante un atentado como éste. La política debió impedirlo y, si no fue posible, para algo se hace la ley. A su Abogacía correspondía instar incidentes de ejecución de la suspensión del TC y hacerlo a tiempo, sin riesgo de que indeseables intervenciones policiales provocasen altercados de orden público. Dos días después, seguimos esperando respuestas.
0 comentarios