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Tarantelle alla napoletana Marco Beasley
Rondo: Allegretto. Joaquin Turina
Renacimiento veneciano en el Thyssen

En marzo de 1511, un terremoto sacudió Venecia. Los daños fueron mínimos, pero en los púlpitos se habló de corrupción y castigo divino. Nadie hizo caso. La ciudad, a pesar de sus 137 iglesias, era una metrópoli cosmopolita. El seísmo, además, había afectado sólo a la decoración gótica del palacio ducal, sede de la República, no a sus símbolos de poder, algo que se interpretó favorablemente en un momento de guerra contra las potencias de la época: el Imperio, Roma, Francia y España.
La causa del conflicto que pudo costar a Venecia la independencia de que gozaba desde su fundación, ocho siglos antes, la explicó Carpaccio en una célebre pintura. La Serenísima, representada por el león de San Marcos, abandonó su insularidad para inmiscuirse agresivamente en los asuntos itálicos. La caída de Constantinopla en 1453 y el descubrimiento de América en 1492 la forzaban a buscar alternativas a su principal fuente de riqueza, el comercio con Oriente.
Aunque le faltaban algunas joyas arquitectónicas, Venecia era la ciudad más bella del mundo. Basta un vistazo a la gran xilografía que abre la magnífica exposición del Thyssen, con la panorámica a vuelo de pájaro de Jacopo de'Barbari de 1500, para comprobarlo. Su fisonomía apenas cambió hasta 1797, año de su desaparición como Estado (el apeadero de trasatlánticos y la conexión con tierra firme llegaron después). Los sucesivos siglos de oro de su arte se limitaron a acrecentar el fabuloso patrimonio que ya tenía. Aldo Manuzio, editor de la Hypnerotomachia Poliphili, libro legendario que también podrá verse en el Thyssen, acertó al escribir que Venecia era un lugar «más parecido al mundo entero que a una ciudad».
Enmascarar la verdad
De los apuros por los que pasó entonces la República, el mejor testimonio es el retrato de Giovanni Bellini al dux Leonardo Loredán, hombre de mirada perdida ataviado con un traje ceremonial que se le ha quedado grande. Pero Venecia se salvó. Sus líderes supieron impedir el desastre. El más determinante de ellos, Andrea Gritti, dux entre 1523 y 1538, consciente de que la posición de la República sería cada vez más endeble y de que la única manera de sostenerse era mantener las apariencias dotándose de una escenografía espectacular, emprendió una ambiciosa reforma urbana y atrajo a figuras de las artes y las letras (Sansovino, Willaert, Aretino). El proyecto contó con la dirección de Tiziano, quien, tras el fallecimiento de Giorgione en 1510 y la marcha a Roma de Sebastiano del Piombo, se convirtió en el árbitro artístico de la Serenísima. Ni Palma el Viejo, ni París Bordone o Lorenzo Lotto (todos presentes en la cita, aunque estoy seguro de que muchos espectadores scelebrarán sobre todo el Joven en su estudio, de Lotto, supuesto retrato de Pierfrancesco Orsini, protagonista de Bomarzo, novela de Mujica Laínez), estaban a su altura. Tiziano retrató a Gritti anciano, pero lleno aún de vigor. La figura leonina del dux contrasta con la de los dos únicos colegas suyos soberbiamente representados en la muestra, Giovanni Mocenigo y Francesco Venier, ambos irrelevantes para la Historia.
La renovación urbanística, esencial para comprender el Renacimiento veneciano, fue una operación política a la vez que estética. Tras ella latía una concepción de la vida irreductible a los tópicos académicos. Un patricio de la época, Marino Sanudo, dejó constancia de ello en los diarios que escribió durante 30 años, 40.000 páginas que prueban cómo la civiltàveneciana fue otro mundo. Definir su arte, como hacen los especialistas, por la preferencia de los pintores lagunares hacia el color frente a la primacía toscano-romana del dibujo es una simplificación. Cierto que los artistas florentinos identificaron la Antigüedad clásica con el platonismo y la medida matemática (de ahí la predilección por el dibujo), y que los venecianos lo hicieron con el equilibrio y armonía de contrarios (de ahí la suya por el color), pero lo decisivo es que los primeros invocaban un espíritu que anhelaba trascender el mundo sensible en pos de la belleza ideal, mientras que los segundos, apegados al orden material, no concebían la belleza sin voluptuosidad.
Tiziano vivió cerca de cien años. Su estilo evolucionó de modo que al final sus pinceladas eran manchas. Estas, criticadas por Vasari, fueron seña de identidad del arte veneciano (su equivalente musical es el golpe de arco de Vivaldi). Tintoretto, Veronés o Bassano, discípulos directos o indirectos de Tiziano, renunciaron a la identificación de lo bello con lo acabado. Se trata de conseguir mayor expresividad, de acercarse con el arte a la vida, no de corregirla.
Historias a cuestas
Naturalmente, todas las piezas de la muestra tienen una historia. Contarla es imposible aquí porque Fernando Checa, el comisario, ha reunido un puñado de obras excepcionales. Un ejemplo, La Bella, de Tiziano, un retrato magnífico, nunca antes visto en España. Algunos sostienen que se trata de Helena Barozza, alma del salón literario más importante de la Venecia del XVI, una dama tan hermosa que Aretino, íntimo del pintor, sufrió tal conmoción al conocerla que compró un retrato de ella y se lo mandó a Vasari con una nota lamentando que la perfección celestial de aquella criatura pudiera suscitar deseos tan lascivos. ¿Sería este mismo retrato?
El Renacimiento en Venecia
Colectiva.Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Paseo del Prado, 8. Comisario: Fernando Checa. Colabora: Fundación Abertis. Del 20 de junio al 24 de septiembre.
Zuloaga en el París de la Belle Époque

¿España blanca o España negra? ¿Modernidad europea o esencia celtibérica? ¿Simbolismo o españolada? ¿Las condesas de París o los toreros de pueblo? ¿La efervescente Belle Époque o el rancio 98? Pues, en el caso de Ignacio Zuloaga (Eibar, 1870-Madrid, 1945), todo, parecen querer decir los organizadores de la exposición Zuloaga en el París de la Belle Époque, 1889-1914 en la Fundación Mapfre de Madrid. La muestra, con más de 90 obras del pintor guipuzcoano, de artistas amigos o de pintores a los que admiró y coleccionó, permanecerá abierta hasta el próximo 7 de enero y supone una reivindicación sin complejos de lo que pudiera denominarse el Zuloaga integral.
Pablo Jiménez Burillo y Leyre Bozal, los comisarios, han querido desterrar la imagen exclusivamente eterna de un pintor “al que siempre nos ha costado ver desde España, al que se ha visto casi siempre como un español que pinta españoladas y que nos cae bastante antipático” (Jiménez Burillo). Y sobre todo, han querido subrayar una idea: mientras todo ese debate sobre las españas, sus exotismos y sus atrasos y sus monjes en éxtasis, tenía lugar y hechizaba a media Europa y sobre todo a los propios franceses… Ignacio Zuloaga se dedicaba a lo suyo: pintar.

Lo hacía magistralmente -sobre todo en lo que tiene que ver con la capacidad de captación psicológica de sus retratos y escenas de grupo- como puede comprobarse en esta exposición, una de las escasas que se le han tributado al artista en su país. En 1998, la propia Fundación Mapfre se ocupó del tándem Zuloaga-Sorolla, y en 2015, la sala CentroCentro Cibeles dedicó una muestra a la amistad entre el pintor eibarrés y Manuel de Falla.
Otra cosa es que pintar enanos, alcahuetas, mendigos, campesinos ancestrales y majas con mantilla, perpetuando así la imagen de una España estancada con relación a Europa y –sobre todo- haberse decantado por un marcado tradicionalismo en lo personal y por un sincero apoyo al franquismo en lo político, le haya pasado y le siga pasando factura al personaje. Factura extrapictórica, en todo caso.
LA 'CELESTINA' DE PICASSO REGRESA A ESPAÑA
BORJA HERMOSO
Una de las joyas presentes en la exposición Zuloaga en el París de la Belle Époque, 1889-1914 es sin duda La Celestina (la tuerta) que Pablo Picasso pintó en 1904 y que procede del Museo Picasso de París. Esta obra clave del periodo azul del artista solo había viajado a España en una ocasión: fue en 2003 con motivo de la exposición inaugural del Museo Picasso de Málaga. El óleo sobre lienzo representando a la tuerta alcahueta, una donación del coleccionista y financiero sueco Fredrik Roos al museo parisiense en 1989, es exhibido en la misma sala que la Celestinapintada dos años más tarde por Ignacio Zuloaga, y que forma parte de las colecciones del Museo Reina Sofía de Madrid. Un diálogo imposible, porque es imposible parecerse menos.
Si en Picasso todo es concisión y esencia desprovista de anécdota al servicio de un retrato de las clases desfavorecidas, en Zuloaga todo es detalle, decoración, narración y riqueza de muebles y telas. La alcahueta de Picasso ocupa todo el lienzo, no hay nada más. A la de Zuloaga se la intuye al fondo, detrás de una puerta, y lo que manda en el cuadro es la prostituta esperando el trato. Como escribe la comisaria Leyre Bozal en su texto del catálogo, la estancia “se asemeja más a un burdel parisino de Toulouse-Lautrec que al prostíbulo de un pueblo español”.
Frente a todo eso, que es real y que de hecho forma parte, para muchos, del mejor Zuloaga, estuvieron la vida y la obra de un hombre de cultura francesa y española, un pintor que cambió de registros, que viajó y que fue amigo de la crème artística e intelectual del París de finales del siglo XIX y principios del XX (Rodin, Rilke, Émile Bernard…), ciudad en la que vivió de forma intermitente durante 25 años, hasta el estallido de la I Guerra Mundial.
Ni el anclaje definitivo en la espesura casticista que muchos sospecharon y siguen sospechando ni, evidentemente, el desenfreno de un moderno europeo. Esa parece ser la síntesis perseguida por esta exposición cuyas obras proceden de colecciones particulares y de museos como los franceses Orsay, Picasso o Rodin, los italianos Uffizi o Galeria d’Arte Moderna de Roma, los estadounidenses National Gallery of Art de Washington o Hispanic Society de Nueva York, los rusos Hermitage y Pushkin o los españoles Reina Sofía, Bellas Artes de Bilbao, Ignacio Zuloaga de Zumaia o Picasso de Barcelona.
La muestra se estructura en seis tramos: Los primeros años del artista, El París de Zuloaga, Zuloaga y sus grandes amigos: Émile Bernard y Auguste Rodin, Zuloaga retratista, La mirada a España y La vuelta a las raíces. A lo largo de ellos se entremezclan las pinturas del propio artista con las obras de sus maestros de referencia o de cercanía: Bernard, Toulouse-Lautrec, Cottet, Rusiñol, Antonio de la Gándara, Gervex, Carrière, Gauguin, Sérusier, Rodin o Picasso. Una de las salas acoge un pequeño gabinete de las maravillas. Se trata de las obras de artistas españoles que coleccionó Zuloaga, representados aquí por El Greco, Zurbarán y dos Desastres de Goya.
El recorrido se asoma lo mismo a los acercamientos del pintor al simbolismo francés –sus retratos de París- que a esa España de curas y toreros, de enanas y alcaldes rurales, de galgos huesudos y de campos de Segovia y Ávila: El alcalde Torquemada, Preparativos para la corrida, Mujeres en Sepúlveda, El enano Gregorio el botero… y sobre todo ese retrato del diputado de la III República Francesa Maurice Barrès frente a Toledo: principio y fin de esta exposición, síntesis urgente del Zuloaga español y del Zuloaga francés.
Y una última interrogante en torno a esta exposición: no se entiende cómo, a estas alturas, unas pinturas de tan alto valor como estas se pueden iluminar tan mal, hasta el punto de tener que contemplarlas en escorzo para evitar el reflejo de los focos sobre los cuadros. Es de suponer que esto se corregirá.